Paco Madrid a eu ce manuscrit en main il y a plus de 25 ans et a tenté de le faire éditer en Espagne, sans plus de succès que son auteur en France à cette époque.
Il est l’auteur de la traduction du français au castillan pour l’édition espagnole de décembre 2004.
Unas memorias insolitas.
Pocas veces tenemos la oportunidad de tener entre las manos unas memorias como las que aquí presentamos.
Por lo general, quien intenta construir su propia historia buceando en sus recuerdos, trata de limar las asperezas que encuentra para presentar un relato sin fisuras, un remedo de epopeya. A lo sumo deja que aflore, por una grieta que parece imposible de disimular, un pequeño accidente que casi siempre se resuelve satisfactoriamente, como si el azar quisiera compensarlo en ese instante sublime interviniendo en su favor, después de haberlo olvidado precisamente en el momento que más falta le hacía al héroe.
No es este el caso de Antoine Giménez ; su relato está totalmente impregnado de sinceridad, una sinceridad que se desprende de cada una de sus frases, sin que sintamos la necesidad de preguntarnos si lo que nos está contando es o no cierto. No parece haber sentido el impulso de suavizar determinados comportamientos que, ante sus propios ojos, lo hacían aparecer en ocasiones como un ser anodino, ni tampoco ha pretendido protagonizar historias en las que no participó. Tan sólo nos ofrece las experiencias de un miliciano -uno más entre muchos otros- que vivió uno de los períodos más creativos de nuestra historia participando activamente en él.
Desde esta perspectiva, únicamente el testimonio de Georges Orwell sobre este mismo período, nos ofrece un relato muy parecido al de Antoine, aunque el de Orwell esté mucho más elaborado y sea más riguroso en lo que se refiere a los hechos históricos [1]. Porque Giménez no se atiene al rigor
histórico, para ese menester ya están los libros de historia -en el caso de la revolución española y el enfrentamiento del Ejército, la Iglesia y el Capital contra los trabajadores, estos textos rebosan en los estantes de las bibliotecas, aunque la mayoría de ellos no digan absolutamente nada-, de hecho hay en el texto de Giménez algunas alteraciones en la cronología de los acontecimientos [2], pero ello no altera en absoluto la coherencia del relato que es, en definitiva lo que nos interesa.
Lo que Antoine Giménez nos ofrece son las experiencias directas de alguien que estaba luchando -junto a otros muchos- por llevar a la práctica esas difusas ideas que hasta entonces habían poblado su cotidianeidad y que de pronto se hacían realidad palpable. Era el sueño hecho realidad, la utopía convertida en actividad creadora y sustentada por miles de trabajadores y campesinos que no dudaron en participar también en esta nueva experiencia revolucionaria. Y naturalmente en esta exposición no podían estar ausentes las relaciones afectivas en su aspecto más amplio.
Como una faceta más de la trasformación revolucionaria que se estaba operando en esos momentos cruciales, Antoine no duda un sólo momento en incluir en su relato esos momentos que forman parte indisoluble de nuestra vida cotidiana y del mismo modo que nos relata con todo detalle una comida, nos explica detalladamente también sus relaciones amorosas, lo cual inevitablemente iba a ser motivo de escándalo en una sociedad basada en la hipocresía y la represión sexual. Pero me da la impresión que nuestro personaje era perfectamente consciente de la reacción que iba a provocar la inclusión de sus escarceos amorosos y ello seguramente fue un estímulo más para incluirlos.
Cuando allá por los inicios de la década de los ochenta del siglo pasado me interesé en traducir estas memorias del original francés, si algún editor se interesaba en su publicación, la respuesta que obtuve -cuando la hubo- fue indefectiblemente, poco más o menos, la siguiente : este libro resulta escabroso, es más un libro erótico que unas memorias sobre la revolución [3].
En efecto, así es, si nos atenemos a la definición que sobre erotismo nos proporciona Mario, uno de los personajes principales de la novela Emmanuelle. Éste afirma (traduzco del francés) : [el erotismo] “no es un culto, sino una victoria de la razón sobre el mito. No es un movimiento de los sentidos, es un ejercicio del espíritu. No es el exceso de placer, sino el placer del exceso” [4].
Y es en este sentido que es erótico el relato de Antoine Giménez en su totalidad, porque nos está contando con toda sencillez ese exceso necesario para enfrentarse a la rebelión de los generales y acabar con la sociedad de explotación y poner en pie una sociedad más justa y solidaria. Ese exceso necesario para liberarse de los prejuicios milenarios que mantenían a la mayor parte de la población sometida a los dictados reaccionarios de la iglesia católica.
Por su relato, conocemos con precisión cuál era la situación en el frente de Aragón ; con qué medios tenían que luchar los milicianos y cómo se volvía inútil el heroísmo desplegado por éstos para enfrentarse a un enemigo infinitamente mejor pertrechado. Pero, aunque se conoce con bastante exactitud esa situación, aún hay historiadores que con gran desfachatez y cinismo hacen afirmaciones de este tenor : “En Aragón la línea de batalla quedó “estabilizada” enseguida. Es decir, se convirtió en un frente en calma, con unos milicianos sin espíritu de lucha” [5].
Es de suponer que desde su cómoda poltrona universitaria, el señor Seidman conoce perfectamente qué significa tener “espíritu de lucha”.
Ante los ojos del lector se despliegan en abanico aquellos trágicos momentos que convulsionaron el espíritu de nuestro personaje, sumiéndolo en dolorosas contradicciones muy difíciles de soslayar.
En primer lugar la militarización, que supuso uno de los primeros pasos para combatir las conquistas revolucionarias y que así fue percibida por los milicianos, intuyendo por otro lado que las brigadas internacionales, a pesar de su heroísmo o gracias a él, estaban siendo utilizadas como punta de lanza de la contrarrevolución por los estalinistas, apoyándose en ellas para justificar la necesidad de crear un ejército popular.
Después le seguirían, como un corolario necesario, las trágicas jornadas de mayo de 1937 que supusieron el definitivo descalabro de las expectativas revolucionarias y un nuevo golpe para nuestro personaje -que por azar las vivió de cerca- por dos motivos principalmente : las patéticas alocuciones de los ministros anarquistas llamando al abandono de las armas -lo que suponía la muerte definitiva de la revolución- y el trágico asesinato de Camillo Berneri y Francesco Barbieri a manos de los estalinistas.
Es fácil imaginar el estado de ánimo de Antoine Giménez después de esta terrible experiencia y es comprensible que se planteara el abandono definitivo del combate, pero aún encontró en lo más profundo de su ánimo la fuerza necesaria para continuar la lucha : si la revolución estaba definitivamente liquidada, al menos todavía era posible aplastar la reacción clerical-fascista.
También en esto se equivocó y asistió perplejo a las hazañas de los batallones de Lister y el Campesino destruyendo las conquistas revolucionarias en Aragón. Todo ello pocas semanas antes de la ofensiva franquista del Ebro.
Antoine Giménez fue un superviviente que aún tendría que atravesar dolorosas experiencias a lo largo de su vida, pero de todas ellas la que más impresión causó a su ánimo fue, sin duda alguna, la experiencia revolucionaria vivida en nuestro país.
Antoine Giménez se llamaba en realidad Bruno Salvadori, nacido en Chianni (Pisa) el 14 de diciembre de 1910 [6]. A una edad muy temprana -más o menos 12 años- tuvo oportunidad de conocer a algunos anarquistas tras un enfrentamiento con los Camisas Negras y esto estimuló su interés por conocer más a fondo esta ideología leyendo los escritos de los teóricos más conocidos del momento : Malatesta, Fabbri, Gori, Kropotkin, etc.
A los 21 años desertó del ejército del Duce y se refugió en Francia donde se empleó como leñador junto a otros compañeros en Corrèze. También se dedicó a recorrer los caminos franceses, empleándose en las granjas durante el día, práctica que continuó en España hasta el estallido de la revolución. En ocasiones se dedicó al contrabando de escritos subversivos y no debemos olvidar un período de “Trabajador de la Noche” en Marsella, asociado a dos compañeros, cuya identidad quizá corresponda a Jo y Fred, los cuales se reunieron con él en España y aquí encontraron la muerte, tal como Antoine lo describe en su relato.
Aunque rechazaba el matrimonio y la paternidad, presentó a Antonia Mateo Clavel (nacida en Peñalba, Aragón, el 28 de enero de 1907) como su mujer a las autoridades francesas cuando pasaron juntos la frontera en febrero de 1939. Se conocieron en 1936 ; ella era viuda y tenía una hija, Pilar, nacida el 21 de diciembre de 1931, a la cual Antoine presentó como su hija (se llamaría Giménez Mateo). Se volvieron a encontrar en 1938 cuando él dejó el frente y vivieron juntos hasta que se marcharon de Barcelona.
Fueron internados en los campos de concentración de Roussillon, más tarde Antoine fue enviado a trabajar en la construcción del Muro del Atlántico donde realizó también labores de intérprete. Participó en acciones de sabotaje, operando además como agente de enlace con la resistencia.
La familia vivió en la región de Uzerche en 1944 y 1945, después en Limoges desde 1948 y por último en Marsella, donde Antoine se empleó como albañil en los Travaux du Midi desde el 2 de marzo de 1953 hasta su muerte que tuvo lugar el 26 de diciembre de 1982 por un cáncer de pulmón. Por lo que respecta al texto, he procurado traducirlo sin alterar el estilo literario de su autor, aunque en ocasiones me he visto precisado a modificarlo un poco para hacerlo más comprensible en castellano. Algunas de las palabras que están entrecomilladas, aparecen en castellano en el original francés.
Paco. Barcelona. Noviembre de 2004.
Traduction française :
Des mémoires insolites
Nous n’avons pas souvent la chance d’avoir entre les mains des mémoires tels que ceux que nous présentons ici.
En général, qui tente de construire sa propre histoire en cherchant dans ses souvenirs essaie de gommer les aspérités qu’il rencontre, pour présenter un récit sans fissures, un pastiche d’épopée. Il laisse tout au plus affleurer, par une lézarde qui semble impossible à dissimuler, un petit accident qui se résout presque toujours de manière satisfaisante, comme si le hasard voulait, en cet instant sublime, se racheter auprès du héros en intervenant en sa faveur, après l’avoir oublié, précisément au moment où il en avait le plus besoin.
Cela n’est pas le cas d’Antoine Gimenez ; son récit est totalement imprégné de sincérité, une sincérité qui se dégage de chacune de ses phrases, sans que nous sentions le besoin de nous interroger sur la véracité de ce qui nous est conté, de nous demander si ce qu’il nous raconte est certain ou non. Il n’a pas craint d’évoquer certains comportements qui le faisaient passer à ses propres yeux, en certaines occasions, pour un être anodin, pas plus qu’il n’a prétendu avoir été le protagoniste d’histoires auxquelles il n’a pas participé. Il nous offre seulement les expériences d’un milicien - un parmi tant d’autres - qui vécut une des périodes les plus créatives de notre histoire en y participant activement. Dans cette perspective, seul le témoignage de George Orwell sur cette même période offre un récit très semblable, bien que celui d’Orwell soit beaucoup plus élaboré et plus rigoureux en ce qui concerne les faits historiques [7]
. Gimenez ne s’attache pas à la rigueur historique ; pour cela, il y a déjà les livres d’Histoire, et concernant la révolution espagnole et l’affrontement entre l’Armée, l’Église, le Capital et les travailleurs, ces ouvrages foisonnent sur les étagères des bibliothèques - bien que la plupart d’entre eux ne disent absolument rien. De fait, dans le texte de Gimenez, il y a quelques erreurs dans la chronologie des événements [8], mais cela n’altère en rien la cohérence du récit, qui est en définitive ce qui nous intéresse.
Antoine Gimenez nous présente ici les expériences directes de quelqu’un qui luttait - avec beaucoup d’autres - pour mettre en pratique ces idées diffuses qui habitaient son quotidien et qui soudain devenaient des réalités palpables. Le rêve était devenu réalité, l’utopie était convertie en activité créatrice portée par des milliers de travailleurs et de paysans qui n’hésitèrent pas à participer aussi à cette nouvelle expérience révolutionnaire. Et naturellement, dans ce tableau, les relations affectives, au sens large, ne pouvaient être absentes. Antoine n’hésite pas un seul instant à inclure dans son récit ces moments qui sont indissociables de notre vie quotidienne, comme une facette supplémentaire de la transformation révolutionnaire qui s’opérait dans cette période cruciale. De la même manière qu’il nous décrirait un repas dans tous ses détails, il nous raconte par le menu ses relations amoureuses, ce qui allait inévitablement devenir motif à scandale dans une société basée sur l’hypocrisie et la répression sexuelle. Mais j’ai l’impression que notre personnage était parfaitement conscient de la réaction qu’allait provoquer l’évocation de ses aventures amoureuses, et ceci était certainement une motivation supplémentaire pour le faire.
Quand, vers le début des années 80 du siècle passé, je me suis intéressé à la traduction de ces mémoires à partir de l’original en français, et dans l’hypothèse où quelque éditeur s’intéressait à leur publication, la réponse que j’obtenais - quand il y en avait une - était à peu près toujours la suivante : ce livre est scabreux, c’est plus un livre érotique que des mémoires sur la révolution [9].
En effet, il s’agit bien de cela, si nous nous référons à la définition de l’érotisme que nous propose Mario, l’un des personnages principaux du roman Emmanuelle. Celui-ci affirme : [l’érotisme] « n’est pas un culte, mais une victoire de la raison sur le mythe. Ce n’est pas un mouvement des sens, c’est un exercice de l’esprit. Ce n’est pas un excès de plaisir, mais le plaisir de l’excès » [10].
Et c’est en ce sens que le récit d’Antoine Gimenez est érotique dans sa totalité, parce qu’il nous dépeint en toute simplicité cet excès nécessaire pour affronter la rébellion des généraux, pour en finir avec la société d’exploitation et mettre sur pied une société plus juste et solidaire. Cet excès nécessaire pour se libérer des préjugés millénaires qui maintenaient la majeure partie de la population soumise aux diktats réactionnaires de l’Église catholique.
Par son récit, nous apprenons avec précision quelle était la situation du front d’Aragon, avec quels moyens devaient lutter les miliciens, et comment l’héroïsme déployé devenait inutile face à un ennemi infiniment mieux équipé. Mais, bien que l’on connaisse cette situation avec suffisamment d’exactitude, on trouve encore des historiens pour faire avec grand culot et cynisme des affirmations de cette teneur : “En Aragon, la ligne de combat se “stabilisa” tout de suite. C’est-à-dire qu’elle se transforma en un front calme avec des miliciens sans esprit de lutte.” [11]. On suppose que, du haut de son confortable fauteuil universitaire, monsieur Seidman sait parfaitement ce que veut dire avoir « un esprit de lutte ».
Sous les yeux du lecteur se déploient en éventail ces moments tragiques qui troublèrent l’esprit de notre personnage en le plongeant dans de douloureuses contradictions difficiles à éviter.
En premier lieu la militarisation, qui représenta l’un des premiers actes destinés à combattre les conquêtes révolutionnaires. Elle fut perçue ainsi par les miliciens qui avaient bien compris par ailleurs que les Brigades Internationales, malgré leur héroïsme ou grâce à lui, étaient utilisées comme fer de lance de la contre-révolution par les staliniens. Ils s’appuyaient sur elles pour justifier la création d’une armée populaire.
Suivirent, comme corollaire inévitable, les journées tragiques de mai 1937, qui marquèrent la perte définitive des espoirs révolutionnaires. Ce fut un nouveau choc pour notre personnage - qui, par hasard, vécut de près ces journées -, et ce pour deux raisons principales : les appels pathétiques des ministres anarchistes à déposer les armes, ce qui signifiait la mort définitive de la révolution ; et l’assassinat tragique de Camillo Berneri et Francesco Barbieri de la main des staliniens.
Il est facile d’imaginer l’état d’esprit d’Antoine Gimenez après cette expérience terrible, et l’on comprend qu’il ait envisagé l’abandon définitif du combat. Mais il trouva encore au plus profond de son âme la force nécessaire pour continuer la lutte : si la révolution était définitivement liquidée, il restait toujours possible d’écraser la réaction cléricale-fasciste.
En cela, il se trompa aussi et il assista perplexe aux exploits des bataillons de Líster et du Campesino venus détruire les acquis révolutionnaires en Aragon. Tout cela, quelques semaines avant l’offensive franquiste de l’Èbre.
Antoine Gimenez fut un survivant qui traversa encore de douloureuses expériences tout au long de sa vie, mais, de toutes, l’expérience révolutionnaire vécue dans notre pays est celle qui marqua sans doute le plus son esprit.
Antoine Gimenez s’appelait en réalité Bruno Salvadori, né à Chianni (Pise) le 14 décembre 1910 [12].
À un âge très précoce - plus ou moins 12 ans -, il eut l’occasion de connaître quelques anarchistes, après un affrontement avec les Chemises Noires, ce qui stimula son désir de connaître plus à fond l’idéologie libertaire, en lisant les écrits des plus célèbres théoriciens du moment : Malatesta, Fabbri, Gori, Kropotkine, etc.
À 21 ans, il déserta l’armée du Duce et se réfugia en France, où il travailla comme bûcheron avec d’autres camarades, en Corrèze. Il se consacra également à sillonner les routes de France, offrant ses services à la journée dans les fermes, pratique qu’il conserva en Espagne jusqu’à l’éclatement de la révolution. À l’occasion, il s’adonna à la contrebande d’écrits subversifs, sans oublier le temps où il fut Travailleur de la Nuit à Marseille, associé à deux camarades dont l’identité pourrait correspondre à celles de Jo et Fred. Ces derniers le rejoindront en Espagne et y trouveront la mort, comme Antoine le décrit dans son récit.
Bien qu’il refusât le mariage et la paternité, il présenta aux autorités françaises Antonia Mateo Clavel (née à Peñalba, Aragon, le 28 janvier 1907) comme sa femme quand ils passèrent ensemble la frontière en février 1939. Ils se connurent en 1936 ; elle était veuve et avait une fille, Pilar, née le 21 décembre 1931. Antoine la présenta comme sa fille (elle s’appellera Gimenez Mateo). Ils se retrouvèrent en 1938 quand il quitta le front, et ils vécurent ensemble jusqu’à leur départ de Barcelone.
Ils furent internés dans les camps de concentration du Roussillon. Plus tard, Antoine fut envoyé travailler à la construction du Mur de l’Atlantique, où il fut parfois employé comme interprète. Il participa à des actions de sabotage et opéra aussi comme agent de liaison avec la Résistance.
La famille vécut dans la région d’Uzerche de 1944 à 1945, puis à Limoges jusqu’en 1948, et pour finir à Marseille où Antoine fut employé comme maçon par les Travaux du Midi du 2 mars 1953 jusqu’à quelques années avant sa mort, le 26 décembre 1982, provoquée par un cancer des poumons.
Pour ce qui concerne le texte, j’ai essayé de le traduire sans altérer le style littéraire de l’auteur, bien qu’en certaines occasions j’aie dû le modifier un peu pour le rendre plus compréhensible en castillan.
Paco. Barcelone, novembre 2004.
Traduction : les Giménologues, juillet 2005